Igualdad vs Desigualdad

La palabra desigualdad resume casi todas las carencias de la humanidad como conjunto, como sociedad, desde que el ser humano se hace sedentario y, más concretamente, se organiza como grupo para poder sobrevivir en un espacio concreto, las primeras ciudades, distribuyendo las actividades -trabajos- en función de las capacidades y, por tanto, cediendo poder de dominación a una élite que aprendió a perpetuarse en el tiempo. Desde entonces hasta hoy, la consolidación de la estructura de convivencia y el posicionamiento individual en la diferencia, explican que el término desigual sea el que mejor define a la especia humana: desigualdad por cuestiones económicas, de género, de raza, de capacidad (intelectual o física), de edad, etc.
Es cierto que, como señala Savage (2021), se trata de un concepto que integra múltiples realidades y que los científicos sociales han acometido desde sus partes y, en menos ocasiones, como un todo. Como este autor señala, la desigualdad se detecta en contextos muy variados, de los que se podría hacer una lista que, lejos de ser productiva, parece llevarnos a un pesimismo fatalista: la desigualdad está en todas partes, entrelazada con todo.
La razón de mi interés por este tema se encuentra, precisamente, en que la propia dificultad de definición le confiere una potencialidad inusual: resume los retos de la humanidad en el siglo XXI sin necesidad de usar más palabras.
Asimismo, su erradicación se convierte en objetivo político, y las distintas formas de acometerla definen las ideologías que caracterizan a los grupos sociales, en concreto, a los partidos políticos. Incluso su negación o simplificación forma parte de un relato ideológico que destaca, sin datos o con información parcial, la reducción de las desigualdades y la mejora de la situación económica y social para algunos en las primeras décadas del siglo XXI.
Al contrario de lo que señala Savage, la desigualdad no es una anomalía, sino que subyace en todos los fenómenos socioeconómicos a lo largo de la historia, también en el estudio de los mismos, en la ciencia, en concreto, en las ciencias sociales y las humanidades.

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¿Colaborar o cobrar?

El término “compartir” se utiliza, en muchas ocasiones, como una forma de promoción y para ocultar prácticas empresariales que pueden estar vulnerando los derechos fundamentales.
Otro término utilizado para incluir la oferta de Airbnb es el de “capitalismo de plataforma”, concepto más adecuado y que supone una nueva forma de extender la lógica neoliberal hacia muchos ámbitos. Como indican Schor y Attwood-Charles (2017), sería una forma de transferir los medios de producción a los trabajadores, sin que ellos controlen las relaciones de producción. A ello hay que añadir que, como se ha demostrado, un elevado porcentaje de la oferta no se corresponde con bienes infrautilizados, con los que el propietario de la vivienda obtendría un ingreso extra, sino que se trata de viviendas que pasan del alquiler residencial de larga duración al de turismo, con las expectativas de conseguir unas mayores rentas. Además, se gestionan a través de firmas comerciales de grandes dimensiones como es Airbnb, entre otras (Méndez, 2015). Esta forma de negocio genera unos impactos negativos con efectos claros sobre el espacio urbano: sustitución de viviendas residenciales por pisos para turistas, aumento de los precios del alquiler en el barrio o distrito, expulsión de la población más vulnerable que no puede asumir el aumento de los alquileres, problemas de convivencia, etc. (Gil, 2020). Sin embargo, una parte de la oferta de Airbnb sí responde a la filosofía colaborativa, y, aunque es difícil de diferenciar, podría pensarse que la oferta de habitaciones y la oferta de pisos o apartamentos por parte de un solo proveedor sería el máximo número de oferta “colaborativa”, lo que parece claro es que la proliferación de la oferta y gestión de pisos turísticos es una parte más del mercado de alojamiento, aunque no juegue con las mismas reglas legales.
Desde el punto de vista territorial o de la geografía, este tipo de prácticas afectan a cuestiones como el sentido del lugar, la transescalaridad o los significados de proximidad (Méndez, 2015). El primero de ellos tiene que ver con la construcción social del espacio habitado, que puede ser causa de conflicto o, al contrario, de colaboración y consolidación de redes de confianza. Dado que estas últimas son la base de una mejor calidad de vida y que los lugares están interconectados en un mucho global, el turismo resulta uno de los elementos clave, por lo inevitable del movimiento humano, incluso en tiempos de pandemia como por el incremento espectacular que han experimentado las distintas ofertas de economía colaborativa dirigidas a estos clientes, entre las que destacan la oferta de alojamiento a través de plataformas, siendo la más popular Airbnb.
Se produce la paradoja de ser una oferta local, estrechamente ligada al territorio, a los barrios, gestionada a través de una plataforma global, que se aleja de la confianza y de las redes locales para generar un espacio virtual global, incluyendo todo tipo de oferta, tanto realmente colaborativa como puramente capitalista, y acercándola a todo tipo de turistas, desde los más interesados en conseguir precios baratos a los que desean experimentar la autenticidad de la cultura y la sociedad local.
Su localización en el tejido urbano ya es indicativa de unas prácticas mixtas, pero mayoritariamente capitalistas. Es también el caso de Valencia, como otras ciudades del mundo con presencia de oferta anunciada en Airbnb.

En definitiva, quizá deberíamos llamar a las cosas por su nombre y no esconderlas detrás de términos más o menos «modernos». Volver a lo clásico, incluso en el vocabulario, siempre es lo más recomendable.


BIBLIOGRAFIA

Gil, J. (2020). Turistificación, rentas inmobiliarias y acumulación de capital a través de Airbnb. El caso de Valencia. Cuadernos Geográficos, 60 (1), 95-117. https://doi.org/10.30827/cuadgeo.v60i1.13916

Méndez, R. (2015). Redes de colaboración y economía alternativa para la resiliencia urbana: una agenda de investigación. Biblio3w revista bibliográfica de geografía y ciencias sociales, xx(1139), 1-22. Recuperado de: http://www.ub.edu/geocrit/b3w-1139.pdf

Schor, J., y Attwood-Charles, W. (2017). The sharing economy: Labor, inequality and sociability on for-profit platforms. Sociology Compass, 11(8).  https://doi.org/10.1111/soc4.12493

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Un futuro envejecido pero no siempre dependiente

El siglo XXI ha visto aparecer el término “envejecimiento activo”. Para la OMS (2001) el envejecimiento activo es “el proceso de aprovechar al máximo las oportunidades para tener un bienestar físico, psíquico y social durante toda la vida. El objetivo es extender la calidad y esperanza de vida a edades avanzadas. Además de continuar siendo activo físicamente, es importante permanecer activo social y mentalmente participando en: actividades recreativas, actividades con carácter voluntario o remuneradas, actividades culturales y sociales, actividades educativas, vida diaria en familia y en la comunidad.” (p.2) y añade: “El envejecimiento activo es positivo para todos, sin consideración alguna de las facultades psíquicas o físicas ni del estado socioeconómico o ubicación geográfica de la persona.” (p.2). En este sentido, resulta relevante que las condiciones materiales faciliten y, en cierta medida, garanticen el envejecimiento activo. Una parte significativa es la que tiene que ver con la autonomía de las personas mayores. Dicha autonomía puede conseguirse mediante la modificación del entorno directo que habita, el hogar, pero también mediante la generación de mecanismos de apoyo que contribuyan a satisfacer las necesidades básicas (OMS, 2015).
En resumen, en una sociedad envejecida la calidad de vida de los mayores, tanto desde el punto de vista físico como psicológico, es un valor a preservar y mejorar no sólo porque involucra a un cada vez mayor número de personas, sino porque en un Estado de Bienestar es objetivo y responsabilidad de la política pública. Así pues, un envejecimiento activo, como se ha señalado, supone protección contra la pobreza, el aislamiento y la enfermedad. En las ciudades, la oferta de servicios y la protección social presentan un determinado patrón espacial que puede marcar diferencias entre las personas según el barrio en el que residan.

Las ciudades serán crecientemente vulnerables a largo plazo, precisamente debido al aumento de la población mayor así como de la población dependiente, y al declive poblacional. Sin embargo, en Europa se le ha prestado menos atención a este tema que en otros contextos (OCDE, Japón, Corea). McCann (2017) señala la importancia de un enfoque urbano, o regional, del declive poblacional o envejecimiento por la importancia que tiene en términos de política pública, en especial en cuanto a la capacidad a largo plazo que tienen los gobiernos locales para proveer de servicios a la población mayor.

En esta línea, y focalizando la atención en el nivel local, cabe destacar lo que Amin (2002) llama la “micropolítica del contacto y el encuentro” (p. 959), es decir, las relaciones con las personas y con el entorno más cercano, el lugar en el que se vive, se trabaja y se siente como propio. Ese entorno es fundamental para la acción política de cercanía, con el fin de las personas, sobre todo en cuanto a la política social se refiere. La estructura espacial de la oferta de los servicios públicos y privados, pero sobre todo los primeros, determina las pautas de movilidad de la población y el hecho de que ésta sea más o menos sostenible. Además, por lo que respecta a la oferta de servicios públicos, uno de los condicionantes de su eficacia y eficiencia es la elección de un buen emplazamiento, lo cual se encuentra implícitamente vinculado a una buena accesibilidad. Los servicios de proximidad, los más frecuentemente demandados por la población, suponen un determinado uso del tiempo con implicaciones en la calidad de vida. Las altas densidades de población unidas a una extensa oferta de transporte público y a un espacio urbano caracterizado por una determinada mezcla de usos, son factores que contribuyen de manera trascendente a la configuración de un espacio urbano equilibrado y menos proclive a la aparición de espacios de exclusión.

Ver más en:

Pitarch-Garrido, M.D. y Fajardo-Magraner , F. (2019). Vulnerabilidad Territorial y Accesibilidad a los Servicios
de Proximidad para las Personas Mayores… Revista de Estudios Andaluces, 38, 83-100. http://dx.doi.org/10.12795/rea.2019.i38.05

http://institucional.us.es/revistas/andaluces/38/05_Pitarch_Garrido_fajardo-Magraner.pdf

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Turismo post-Covid. Lecciones aprendidas de otras crisis anteriores.

El concepto de vulnerabilidad territorial es amplio, se utiliza sobre todo para referirse a las catástrofes naturales. Sin embargo, aquí nos interesa su uso desde el punto de vista social y económico. Siguiendo a Méndez (2017), “puede definirse como vulnerables a aquellos lugares con alta probabilidad de verse afectados de forma negativa por algún acontecimiento en función de dos tipos de razones que a menudo se complementan. Por un lado, una elevada exposición a riesgos de diversa naturaleza que escapan a su control; por otro, su escasa capacidad de respuesta, tanto por sus debilidades internas como por la falta de apoyo externo para atenuar los daños provocados.” (p.  13). Por lo tanto, algunos lugares pueden mostrar una mayor fragilidad, mientras que otros podrían, a priori, resistir mejor y sobreponerse más rápidamente a los efectos de la crisis.

De lo aprendido de la crisis anterior, y de cómo se han comportado las distintas comunidades autónomas españolas durante el período que ha durado el estado de alarma en los meses de marzo a junio de 2020, se desprende que los elementos clave para aventurar un mayor o menor grado de vulnerabilidad son:

Desde la demanda:

La crisis va a originar un incremento general del desempleo, lo que supone una reducción de la capacidad de gasto de las familias y una tendencia al ahorro. En la pasada crisis ello supuso la realización de viajes más cortos en tiempo y en distancia, así como un menor gasto en el destino.

La pandemia acelerará los procesos de desglobalización, tal como en la crisis anterior aceleró la lucha antineoliberal, lo que dio lugar a la aparición en la escena política de partidos vinculados a los movimientos de protestas sociales. El movimiento antiglobalización podría ver ahora cumplidas algunas de sus reivindicaciones vinculadas a la autonomía estratégica de los países. En términos turísticos, ello podría significar un repliegue hacia el turismo doméstico, apoyado por los movimientos contra los viajes en avión, entre otros, que, además, dará lugar a una reducción considerable de la demanda extranjera.

La percepción del turista sobre el destino es fundamental para la elección del viaje. En esta pandemia, la percepción está asociada al miedo al contagio, es decir, se priorizarán los viajes con la pareja o en familia, pero no con desconocidos. En la anterior crisis esta percepción estaba ligada a la imagen del destino y a la relación calidad-precio. España es uno de los países más afectados por la Covid-19 y esa realidad percibida en el extranjero podría desincentivar la elección de nuestro país para pasar las vacaciones, a no ser que se actúe sobre ello de manera rápida y eficaz, certificando al turista una estancia segura.

La crisis climática no ha desaparecido. Ha sido sustituida en los medios por la crisis pandémica, pero la conciencia despertada en los últimos años sobre la realidad del cambio climático permanece y determinará no sólo parte de la demanda, sino también obligará a una adaptación de la oferta. La necesidad de un desarrollo sostenible, acompañado de la responsabilidad ética por parte de la demanda turística, es ya ineludible.

Desde la oferta:

El sector turístico ha visto cómo sus empresas cerraban y un elevado número de trabajadores entraba en ERTEs. La oferta de servicios turísticos de diverso tipo necesitará volver a abrir sus puertas y, para ello, recuperar a su personal. Sin embargo, de la crisis anterior aprendemos que sería ingenuo pensar que se vayan a recuperar todos los puestos de trabajo, pues muchas empresas no sobrevivirán o ajustarán costes vía despidos de personal. El fantasma de la precarización laboral, contra el que se ha luchado con cierto éxito desde la última crisis, podría volver a amenazar al sector. Precarización y calidad no son un binomio adecuado para consolidar la atractividad turística.

 La burbuja inmobiliaria dejó numerosos pisos a lo largo de la costa y las ciudades españolas, muchos de ellos pensados y destinados al turismo, para la compra o el alquiler. La crisis dejó muchos de ellos sin vender e incluso sin terminar. La pandemia ha hecho que se valore la vivienda individual frente a la colectiva (hoteles, etc.). El parque de viviendas turísticas podría encontrar ahora una oportunidad de entrar en el mercado. La actividad inmobiliaria también se ha visto parada durante el estado de alarma, pero hay algunos datos que nos dan una pista sobre la posible tendencia. Por un lado, FEVITUR[1] señala que las pérdidas del sector del alquiler turístico en España supera los 240 millones de euros. Sin embargo, por otro lado, la web Idealista[2], especializada en el mercado inmobiliario en España, señala que los precios del alquiler se mantienen estables en los últimos meses, con tendencia al alza, y desde diciembre de 2017 son similares a los de 2007, antes de la crisis. Esto nos indica que las regiones más turísticas siguen teniendo un mercado inmobiliario activo, que en su momento vio crecer los precios debido precisamente a la irrupción de los pisos de alquiler turístico, muy afectados por la crisis actual (algunos han optado por pasarse al mercado de alquiler convencional). Este parque de viviendas supone una oferta de alojamiento muy adecuada a la demanda post-coronavirus, por cuanto puede alojar a turistas preocupados por la seguridad sanitaria, más aún si se consolida la previsión de una cierta reducción de los precios. Por otro lado, el refugio de la segunda residencia, como lugar seguro para la familia puede, con mucha probabilidad, recuperar el llamado turismo de veraneo, caracterizado por estancias largas y gasto reducido.

Los destinos turísticos se verán sometidos a una competencia muy fuerte, tanto dentro como fuera de España. Ante un producto similar, el turista, a pesar de que está dispuesto a realizar un gasto menor (según Hosteltur[3], el 80% de los turistas gastarán este verano menos de 1.000 euros en sus vacaciones) seguirá exigiendo la calidad anterior, tanto del servicio como del entorno. Exceptuando los turistas fieles a su segunda residencia, el resto decidirán el destino en función de la relación calidad-precio.

En resumen, los viajes no van a desaparecer, pero las características de esta movilidad serán algo diferentes para los destinos españoles, al menos a corto plazo: menor número de turistas internacionales, mayor demanda nacional (efecto de proximidad), vuelta al veraneo, reducción del gasto total de los turistas, uso del coche privado (el avión no posibilita la distancia social y, además, se verá sujeto a nuevos impuestos que encarecerán el billete), predominancia de alojamiento individual no hotelero, demanda de calidad ambiental y seguridad sanitaria, y todo ello a precios muy competitivos y en entornos no saturados.


[1] FEVITUR, Federación Española de Asociaciones de Viviendas y Apartamentos Turísticos: https://www.fevitur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=2656:fevitur-estima-perdidas-en-el-sector-de-2-900-meur&catid=69&Itemid=261&lang=es

[2] Idealista: https://www.idealista.com/sala-de-prensa/informes-precio-vivienda/alquiler/

[3] Hosteltur: https://www.hosteltur.com/136774_como-viajaran-los-espanoles-este-verano.html

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Cuantificar o morir

La tan manida idea de que lo que uno puede cuantificarse no existe es como una cortina echada por una secta muy minoritaria sobre la mediocre inteligencia humana para hacernos creer el axioma o debatir inútilmente sobre la conveniencia o no de potenciar las disciplinas científicas sobre las humanidades, cuando lo verdaderamente importante se dirime en la esfera de los sentimientos, intuiciones, estrategias no cuantificables.

Se forman (o no) gobiernos, se dirime la conveniencia de prestar dinero basándose en la confianza sobre las personas o sobre sociedades enteras. Y los académicos se empeñan en medir, cuantificar, esa confianza, intuición, sin éxito, o con un éxito muy reducido. Tanto que les lleva hacia modelos fracasados, incapaces de prever las crisis o las acciones humanas a cualquier nivel. Mientras, la absurda división entre humanidades y ESTEM, antes entre ciencias y letras, antes entre filosofía y matemáticas, sigue generando ríos de tinta en discusiones estériles ya que tal división es no sólo ineficaz, por su distancia enorme respecto de la preocupación real de las personas, sino también artificial porque los conocimientos son integrales y el análisis de la realidad, pasada, presente o futura, no limita el uso de ningún tipo de método o tecnología, tanto si te acercas a esa realidad desde la historia como desde la química orgánica, por poner un ejemplo. Además, por volver al origen de este texto, las consecuencias sobre el bienestar de las personas como sociedad no se puede valorar con su cuantificación, ni matemática ni técnica, sino a partir de las sensaciones percibidas de manera individual, pero también colectiva, como la seguridad, la tranquilidad y la ayuda mutua. En estos tiempos difíciles, de crisis sanitaria grave, de confinamiento por solidaridad, esto es más importante que nunca. Pensémoslo.

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Participación como forma innovadora de cambio social.

Si la innovación es equivalente a novedad, el ser humano ha estado innovando desde tiempos ancestrales. Parece obvio, pero no lo es tanto. En primer lugar porque podríamos preguntarnos ¿quién innova? ¿todos somos capaces de hacerlo?. Y, por otra parte, ¿qué es nuevo en la actualidad?. Comenzando por la segunda pregunta, la respuesta más directa es la tecnología. Cierto, pero no sólo. Todos los procesos sociales que se desarrollan ligados a la innovación tecnológica también son nuevos en gran medida. Los seres humanos desarrollamos nuevas formas de comunicación, nuevos principios éticos, nuevos valores, etc. a raíz de la incorporación de la tecnología en nuestras vidas.

Sobre la primera pregunta, y dado el peso que el individuo tiene en la sociedad actual, podríamos estar tentados de decir que todas las personas tienen, en principio, la capacidad de innovar en algún ámbito. Podríamos aceptar esta idea que equipara a todos los seres humanos como puramente teórica (un desiderátum de algunos), pero en la práctica, esto no es así. No todos somos igualmente innovadores, ni siquiera innovadores (y lo entiendo en un sentido muy amplio). Lo que sí somos es “copiadores”. Y eso no siempre está mal. La replicabilidad de una innovación es lo que ha hecho evolucionar a la raza humana. Nos copiamos unos de otros para aprender y hacer las cosas mejor.

En ese minuto que los científicos dicen que llevamos los humanos sobre la faz de la tierra, hemos cambiado nuestra forma de vida más que ninguna otra especie. Y hemos cambiado a mejor. Sigamos copiando (que no plagiando) los buenos ejemplos de personas que hacen las cosas bien. Innovemos reproduciendo las experiencias en otros países, en otras sociedades. Abramos la mente a nuevas formas de hacer las cosas y, sobre todo, a nuevas formas de relacionarnos con los demás. Siempre sin olvidar lo ya aprendido. Construyendo sobre la experiencia.

Me importan especialmente las innovaciones sociales, pues me temo que las tecnológicas será el mercado el que se encargue de difundirlas por el evidente beneficio económico. Sin embargo, recuperar o crear formas de participación de la población, relaciones humanas perdidas en el tiempo, compartir valores (como reglas que facilitan el entendimiento) y crear nuevos modelos de convivencia que nos faciliten una mejor relación con otras personas y con el entorno, ayudará a enfrentar los desafíos actuales, cuya solución no puede dejarse ciegamente en manos de los avances tecnológicos (innovación, de nuevo).

Además, dichos avances, no sólo no están disponibles para la mayoría de la población, pues su coste lo impide, sino que, aunque lo estuvieran, sólo unos pocos cuentan con la cualificación necesaria para poder realizar un uso eficiente de las mismas. La tecnología y el capital se encuentran hoy en las mismas manos, las de una minoría privilegiada históricamente, reacia a perder su hegemonía. La forma de superar esta situación, sigue siendo la misma que en siglos anteriores: la revolución o la educación. Esta última me parece que presenta un mayor potencial, pues puede contribuir, poco a poco, de manera silenciosa pero eficaz, a cambiar el contexto social, haciéndolo más integrador y equitativo. Decidir nuestro propio futuro, sin vernos abocados a seguir el camino marcado por la ideología dominante –si no nos conviene- es, en sí mismo, una innovación. En el contexto económico y social actual, esto sólo parece que pueda lograrse si se despierta la conciencia ciudadana, si se actúa desde la base, desde la sociedad civil, desde las personas. La vuelta a lo local, en un contexto de globalización extremo, es cada día más urgente.

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El difícil papel de intelectuales y académicos

Hay una sensación traducida en idea que continuamente está detrás de la producción científica en nuestro país: ¿vale realmente lo que cuesta al erario público? La investigación financiada por fondos privados no supone controversia, la que se paga con el dinero de todos, si, al menos a veces. Algunas de las investigaciones científicas de las que se consideran ciencias puras o naturales no admiten duda ninguna, al menos no sería algo socialmente aceptado: la investigación para encontrar una cura contra el cáncer, o contra cualquier otra enfermedad, la investigación para alargar la vida con buena calidad, para ayudar a la reproducción, para mejorar semillas o para diseñar nuevos medicamentos que ayuden contra cualquier dolencia o trastorno psicológico… Sin embargo, no es la misma percepción social la que existe respecto a la producción científica por parte de las humanidades, las ciencias sociales o el arte. Las cuestiones que tienen que ver con estas ciencias son discutidas por cualquier tertuliano porque muchos creen poseer la respuesta o poder opinar. La razón principal creo que es precisamente su propia naturaleza, la sociedad se siente con capacidad y derecho para opinar. No es mi objetivo aquí no defender la producción de las ciencias sociales por parte de académicos e intelectuales de diversa índole, sino avanzar una idea que podría tenerse en cuenta, o no. Se trata de la idea de transformación social. Las ciencias sociales y humanas pretenden, como objetivo común y continuo, mejorar la vida de las personas, de la sociedad en su conjunto. Ello resulta complejo si la transformación buscada afecta a la misma entidad que financia las nuevas ideas, la investigación. Y a pesar de ello, la ciencia social y las humanidades avanzan, son disruptivas, proponen mejoras, cambios, transformaciones, innovaciones y, en definitiva, nos ayudan a seguir, crecer y ser mejores como personas y como sociedad. Los cambios pequeños suman mucho más que las grandes utopías nunca realizadas ni realizables. Por todo ello, sólo se puede agradecer el trabajo que todas las personas buenas, honestas y responsables hacen cada día por dar pequeños pasos para ser más felices como individuos y como sociedad. Esa es la transferencia a la sociedad, la devolución de todo lo invertido en favor de un mundo mejor. Más nos valdría tomarlo en serio. Y no es poco.

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Cuestión de Política

Desde el punto de vista de la gestión municipal, resulta evidente que ha de responderse a las necesidades de la población con los instrumentos políticos y financieros existentes, de la manera más realista y eficiente. Sin embargo, los territorios, a cualquier escala, también la local, no están aislados, sino que multitud de procesos que están teniendo lugar a nivel nacional o internacional acaban teniendo impacto a nivel local. ¿Tienen los ayuntamientos la capacidad de entender e incorporar en sus planes estratégicos esas tendencias generales (sociales, económicas, culturales y tecnológicas)? Experiencias supramunicipales de éxito, ¿hasta qué punto influyen los intereses electorales en su forma de funcionamiento?. Creo que tenemos la mente cuadriculada cuando miramos al territorio. Nos han enseñado cuáles son las escalas que existen y están establecidas. Esa es la forma en que acometemos tanto el análisis como la gestión del territorio, pero no es lo que determina la acción de las personas ni de las iniciativas económicas (empresas), cuyas decisiones definen y delimitan “nuevas regiones” que no responden a los límites administrativos. Esta disfunción sólo genera problemas. Por un lado, es un reto para la política pública que implica apertura de miras y lucha por el cambio continuo, por otro lado, es un peligro, porque las dinámicas económicas generales son de tipo centrípeto y tienden a la consolidación de las economías de aglomeración, es decir, a la concentración. La cuestión es política, ¿la población quiere detener ese proceso de concentración? Si en determinados espacios esto supone despoblación, sólo se puede gestionar, si así se decide, con estrategias públicas. Otra cuestión, muy vinculada a la anterior es ¿queremos?. Sinceramente, creo que no. La despoblación y el abandono de las zonas rurales no es un problema para la mayor parte de las sociedades actuales. Es parte del proceso histórico y ello refuerza más aún la necesidad de políticas de gestión de esos espacios, que no siempre deben pasar por promover o forzar los procesos contrarios, sino por abrir la mente y pensar de manera diferente. Difícil tarea.

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Deconstrucción

Algunas palabras usadas en las ciencias sociales, sobre todo en las humanidades, son mágicas. Con eso quiero decir que, por alguna razón que desconozco, se convierten en referencias continuas, utilizadas una y otra vez con el sospechoso convencimiento del autor –estoy segura- de que no son entendidas por el lector y eso hace el discurso aún más “científico” y erudito. Una de esas palabras es deconstrucción. Últimamente la he reencontrado en inglés y en otros idiomas, para referirse al medio ambiente y a las relaciones sociales de producción. Además, para más abundamiento, con este término hacía referencia a un escrito de un político británico de principios del siglo XX. Seguro que tal político nunca pensó en deconstruir nada. El término se refiere a separar las partes que forman el todo. Lo mismo se deconstruye un discurso que una tortilla de patatas. En el campo de las explicaciones es lo que hemos hecho, y hacemos, todos los que tenemos hijos/as y alumnos/as: explicar las cosas por partes para llegar a la comprensión del conjunto como un sistema en el que todo está relacionado y en el que nada funciona sin entender el contexto y las partes al mismo tiempo. Aún a riesgo de que nuestros hijos y alumnos nos pidan que para explicar algo no nos remontemos a épocas demasiado pasadas, la verdad es que el proceso histórico de todo fenómeno humano, social y natural es imprescindible para entenderlo en el momento actual y para proyectarlo hacia el futuro. Las partes que conforman el todo no son estáticas, sino producto de una evolución, entendida como cambio –y no siempre en positivo-, que empuja hacia terrenos desconocidos e imprevisibles. Olvidar la explicación de la historia, de la evolución de las relaciones entre los grupos e intereses sociales y de las conexiones tácitas entre los fenómenos es simplista y, cuanto menos, parcial. Dar una explicación de las partes de manera incorrecta por incompetencia o interés es igual de perverso o peor. En absoluto es neutral. El olvido de la historia no supone sólo estar condenado a repetirla, sino avanzar por la senda del retroceso, y el deconstruirla para entresacar sólo las partes más convenientes, refuerza esta idea. El riesgo de la deconstrucción es la parcialidad. El presente, y el futuro, de las sociedades depende de acciones humanas, no es serendipia ni efecto mariposa. Tampoco es fruto de una conspiración. Es simplemente desidia y maldad.

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INNOVACIÓN SOCIAL, ¿UN CONCEPTO MÁS EN LA SOPA DE LETRAS DE LA NUEVA ECONOMÍA?

Desde diversos organismos internacionales, como la UE y el Banco Mundial, se he prestado atención a un concepto nuevo utilizado para explicar determinados fenómenos sociales no controlados por la Administración: la innovación social. Las diferentes definiciones de este término tienen en común el hecho de que las iniciativas a las que se refiere responden –y solventan- a un problema social al que ni el Estado ni el mercado dan una solución, y lo hacen de manera novedosa al tiempo que dicha solución empodera a los grupos sociales o las personas más desfavorecidos. Bien, parece algo interesante: la sociedad civil organizada (o particulares, que también podría ser) llega donde ni la administración ni el mercado lo han hecho… Sin embargo, cuando nos enfrentamos a la tarea de seleccionar qué iniciativas son innovación social y cuáles no, los expertos no siempre se ponen de acuerdo. Y en ese momento surgen las alternativas posibles. Si una iniciativa no es innovadora, pero es, digamos “social”, ¿es innovación social?, quizá no, pero entonces, si cumple que ni es promovida por la administración ni es una empresa capitalista tradicional… ¿qué es? Podría ser economía social, economía alternativa, economía sostenible, economía azul, economía circular, y así hasta más de veinte conceptos nuevos (entre los que está la innovación social) que han aparecido en los últimos años para tratar de aprehender una nueva realidad (o quizá no tan nueva) que es especialmente destacable –por su cantidad y variedad- en las ciudades.

Pongamos un ejemplo, los grupos de consumo de productos ecológicos. Se trata de grupos autogestionados, surgidos de la sociedad civil, muchas veces de asociaciones vecinales o similares, de personas que están preocupadas por su alimentación y se organizan para acceder directamente a los productores agroganaderos y obtener esos productos para su consumo. No son mercado, no están apoyados por la administración, pero generan flujo económico, a veces incluso en mercados organizados por ellos mismos. ¿Se trata de una iniciativa social o de economía alternativa?. Otro ejemplo sería los bancos de tiempo, ¿es innovación social o economía colaborativa?. ¿Y una ONG que pone en marcha una idea para evitar la soledad en los ancianos generando una red de pisos de alquiler baratos y compartidos, a la vez que tutelados? ¿Innovación social o economía social?.  La línea que los separa es débil y muy difusa. Sin embargo, podríamos pensar que no importa su clasificación, lo verdaderamente interesante, y loable, es que los ciudadanos tengan iniciativas para hacer la vida más agradable, la economía más sostenible y las relaciones sociales más fáciles. Lo importante es la acción, llámese como se llame.

Desde un punto de vista político, no es así. La definición de lo que es y no es, resulta de gran relevancia cuando vamos a elaborar políticas públicas. Quizá el grupo autogestionado necesite un local, y el Ayuntamiento tenga varios sin uso. Quizá, el banco de tiempo necesite un software que el Ayuntamiento puede facilitar, o quizá la ONG necesite subvenciones para pagar una parte del alquiler de los pisos habitados por personas sin recursos. En ese momento, el tema de la definición no es baladí, pues la política debe decidir a quién apoya y a quién no desde el momento en que los recursos públicos son escasos y no hay para cubrir todas las necesidades. Si el Ayuntamiento decide desarrollar una línea de actuación de apoyo a la innovación social, debe definir claramente a qué se refiere, qué tipo de iniciativas se incluyen y con qué criterios.

No cualquier cosa es innovación social, por muy novedosa que parezca, al tiempo que no cualquier cosa no nueva deja de ser innovación social en determinados espacios o condiciones. Hay que ser rigurosos y, desde la política, no dejarse deslumbrar por iniciativas sociales que en realidad son un paso hacia la mercantilización de un producto o servicio.

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