El pasado mes de marzo, en plenas vacaciones de Semana Santa, una turista que visitaba la playa de As Catedrais en la Mariña Lucense, murió por el impacto de una roca que se desprendió de una de las formaciones que caracterizan este monumento natural. Tras el suceso, han llovido las críticas sobre la presión turística en este espacio, no sólo porque la masificación conlleva más probabilidades de descontrol y accidentes, sino porque dicha presión parece estar afectando a la estabilidad natural de la zona, que cuenta con figuras de protección como Zona de Especial Conservación de la Red Natura 2000, Zona de Especial Protección de los Valores Naturales y Reserva de la Biosfera, además de Monumento Natural desde 2005.
Lo sucedido ha despertado la reflexión –de nuevo- sobre el modelo turístico que tenemos, y que queremos, en España. Cada año, los medios de comunicación se hacen eco de los nuevos records que se superan en materia de turismo. La Organización Mundial del Turismo prevé un crecimiento del turismo en Europa de alrededor del 4% para este año, pero en el Mediterráneo la cifra se dispara hasta el 8% debido al aumento del turismo internacional en España (se prevé más de un 13% este año respecto a 2017) que el último año alcanzó la cifra record de 82 millones de turistas extranjeros, a los que habría que sumar los nacionales, y un gasto de 87.000 millones de euros, un 12% más que en 2016.
La Semana Santa, a pesar de los días de lluvia, ha cerrado con más de un 80% de ocupación y una generación de más de 180.000 contratos vinculados al crecimiento de la actividad turística y derivados (transporte, comercio y entretenimiento). Aunque las cifras de turistas todavía no se han publicado, se prevé que supondrán un nuevo record: casi un 10% más que en las mismas vacaciones del año anterior. Y seguiremos creciendo en número de turistas, así lo prevé el Consejo Mundial de Viaje y Turismo (WTTC), que vaticina que en 2028 se alcanzarán los 121 millones de turistas extranjeros y se generarán más de 500.000 nuevos empleos. Las cifras son impactantes, y eso es lo que los políticos parecen querer transmitir a los ciudadanos. Olvidan que más del 80% de esos empleos serán precarios, temporales, con salarios mínimos y en condiciones cercanas a la explotación. Así lo han denunciado precisamente hace unas pocas semanas, en vísperas del día mundial del Turismo, las Kellys (acrónimo de las que limpian), las camareras de piso que han protagonizado una protesta para llamar la atención sobre sus condiciones laborales: externalización del servicio, bajos salarios (hasta un 40% menos si el servicio se externaliza), problemas de salud vinculados a la tarea (hacen una media de 25 habitaciones al día por poco más de 600 euros al mes), falta de vacaciones en temporada alta, etc.
También la llegada de las primeras vacaciones del año ha reavivado el sentimiento de rechazo al turista que este pasado verano tantas portadas de periódico ayudó a completar: la turismofobia no ha desaparecido. La población residente se revela rechazando a los turistas como una manera de gritar su oposición a la política turística, muchas veces inexistente, y reclamar de ésta que gestione adecuadamente los flujos de personas evitando la “invasión” de determinados espacios, sobre todo en las ciudades, pero no sólo, donde la masificación ocasiona conflictos de convivencia con los vecinos y, sobre todo, de gentrificación y expulsión de la población local. Barcelona ha sido ejemplo de esta situación, y le han seguido otras ciudades como Madrid o Valencia.
A lo largo de los años, el desarrollo del turismo en España ha venido acompañado y se ha visto confundido con acciones relacionadas con la especulación urbanística, la pérdida de espacios naturales, la precarización del empleo y el crecimiento cuantitativo más que cualitativo. La principal preocupación de las autoridades públicas, y de la política que llevaban a cabo, era aumentar el número de turistas. Una política que fomentaba el turismo barato, permisivo, que hacía la vista gorda con los impactos ambientales (sobre todo en la costa) y sociales ha sido predominante hasta los años 80 del pasado siglo. A esa política de crecimiento de las cifras de turistas le siguió otra de crecimiento de la especulación del suelo: la construcción encontró en el turismo, en el litoral español, el espacio adecuado físico y político para generar enormes beneficios. La planificación turística se confundió con la planificación urbana y los municipios apostaron por el desarrollo inmobiliario sin plantearse otro tipo de modelo turístico más en consonancia con los recursos territoriales locales, aquellos en los que se basa el turismo, es decir, la razón por la que se desplazan los turistas hasta los lugares que visitan. El siglo XXI se estrenó con la generalización del concepto de turismo sostenible, pero en algunos lugares ya era tarde. Además, aparecieron problemas nuevos, como la mal entendida economía colaborativa que se tradujo en el sector en el crecimiento descontrolado de viviendas turísticas ilegales. Los gobiernos liberales tanto en las regiones como en los ayuntamientos han permitido un crecimiento sin control, esperando que el mercado consiguiera realizar los ajustes necesarios. Lo que ha ocurrido es que la falta de planificación estratégica previa, es decir, de previsión, ha generado importantes problemas que recaen sobre las entidades locales. El turismo se basa en personas (las que llegan y las que acogen) y para los ciudadanos la Administración más cercana es el Ayuntamiento. En este contexto las entidades locales (Ayuntamientos y Mancomunidades) han recibido los problemas generados por las actividades turísticas en el peor de los momentos: en plena recesión económico-financiera desde 2008. Las últimas elecciones municipales han facilitado la llegada a algunos consistorios de partidos políticos y coaliciones surgidos de las movilizaciones sociales como respuesta a la crisis, a la corrupción y a las políticas de recortes de derechos sociales y económicos. Los llamados “gobiernos del cambio”, en ciudades tan turísticas como Madrid, Barcelona y Valencia, entre otras, se han visto obligados a realizar algún tipo de planificación incluyendo conceptos relativamente nuevos como decrecimiento, desarrollo sostenible y participación ciudadana. La cuestión es: ¿hasta qué punto puede un Ayuntamiento gestionar el turismo en su ciudad? ¿Qué competencias reales tiene? ¿Puede la complejidad del fenómeno desbordar la capacidad de control de la Administración local? Las respuestas son complejas, tanto como la propia actividad turística. La prueba está en que las tres grandes ciudades mencionadas han realizado planes estratégicos turísticos pero su incidencia real ha sido muy escasa. Sin embargo, las grandes ciudades están comprendiendo que tienen instrumentos de gran eficacia para controlar los flujos de turistas. La gestión de los usos del suelo, a partir del Plan General de Ordenación Urbana, es uno de los más potentes. La participación de los agentes sociales en el diseño de las acciones en materia de turismo es otra. Las cosas están cambiando poco a poco. Parece que, a pesar de la saturación, hay espacio para la esperanza y está en lo local, en lo más cercano, en los ciudadanos mismos y en sus instituciones.